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Siempre, siempre, he pintado.
Cuando era pequeña siempre estaba haciendo algo, probando con texturas, con mezcla de colores, pero en aquél entonces el lápiz casi que sólo servía para escribir en el cuaderno que usábamos en el colegio. Eran los lápices de toda la vida, esos lápices de grafito que eran de color amarillo con rayas negras y la parte de atrás pintada de rojo. O los lápices pintados de azul y que tenían una línea en blanco para escribir el nombre de su dueño. Esos lápices que siempre eran HB...

Sí, se me daba bien la asignatura de plástica, cosa que yo a veces no comprendía muy bien, porque a veces nos pedían dibujos que si del patio del cole, que si de un frutero, y a mí me salían fatal, no podía comprender por qué me ponían notas tan altas cuando entregaba esos dibujos.

Pero cuando podía, yo seguía probando y probando.

Me daban épocas. Por ejemplo, de repente descubría que sabía cómo dibujar una hoja larga como la de los lirios pegada a un tallo y dibujar cómo se doblaba, señalando con sombras lo que quedaba por encima y por debajo, cuando le dibujaba las líneas de los vasos de savia para que quedara más patente la dirección de la caída.

Otra época fue la de las setas, esa me duró bastante, porque descubrí que en particular, el sombrerillo, era un objeto de tipo cónico pero con el borde inferior redondeado, y empecé a descubrir cómo con el lápiz podía conseguir volumen y forma usando las sombras.

Pero el lápiz seguía siendo eso, el lápiz de apuntar los dictados y los deberes en mi libreta.

Más adelante, hacía dibujos copiando fotos, y cosas así. Pero nunca, nunca, los dejaba en lápiz. Siempre los acababa repasando con un boli negro de punta fina.

Hasta que, con 14 años, tuvimos una profe en plástica que nos pidió que copiásemos a lápiz una foto que nos repartió a todos los de la clase de una escultura de mármol. Y me puse manos a la obra.

Pero me di cuenta que mis manos volaban, y no podía parar. Me pasé horas haciendo el dibujo, durante 3 días fue prácticamente lo único que hice. Y el lápiz de toda la vida HB se me quedaba corto. Necesitaba algo más, y entonces me fui a una papelería y se lo comenté a la dependienta. Y me dijo, necesitas un lápiz tipo B. Yo no sabía qué era eso, me lo explicó y me compré un 2B y un 4B, también compré un 2H.

Y la cosa mejoró mucho con el dibujo, pero tenía otra dificultad, necesitaba difuminar, y como no tenía nada para difuminar empecé a hacerlo con los dedos. El inconveniente de esto es que los dedos se llenaban de grafito y el dibujo se me puso sucísimo, y me dije, no puede ser. Y empecé a usar bastoncillos de oído para poder difuminar y seguir con las manos limpias.

Años después, tuve una compañera de casa que estaba en Bellas Artes y me descubrió dos cosas fundamentales:
El difumino
El lápiz borrador
Sin los cuales, hoy en día, ya no puedo vivir.

Aquello de aquél dibujo que hice en el colegio se me quedó grabado y siempre tuve un runrún dentro de mí que me decía que debía volver a hacerlo, hasta que, cuando tenía 28 años, fui a comprar un libro sobre Miguel Ángel. Dado que mi primer dibujo fue una escultura, quise seguir con ello.
Pinté una, de un Cautivo Moribundo, dibujé otra, La Notte, del panteón de los Médici. Hice varios sobre mi marido, siempre basándome en la figura humana.

Unos años después, cuando iba de camino a la oficina, reparé en un pequeño olivo que hay subiendo hacia Serrano por el puente de Juan Bravo. Era precioso, fino, delicado. Pasaba delante de él todos los días. Un día descubrí que tenía un compañero, justo en frente, diferente pero igual de interesante que él, y me fascinaba verlos.

Y de repente un día me dije: Voy a dibujarlos.

Primero busqué todos los materiales que me hacían falta, y me puse a dibujarlos. Y cuando los terminé, tuve una sensación tremenda.
La de un río que se desborda y rompe la presa que lo contiene.
Me había dado cuenta, que el dibujo era mi vida y que podría dibujar lo que me apeteciese dibujar.

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